Diccionario de la ciencia by José Manuel Sánchez Ron

Diccionario de la ciencia by José Manuel Sánchez Ron

autor:José Manuel Sánchez Ron [Sánchez Ron, José Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Ciencias exactas, Ciencias naturales, Ciencias sociales
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T00:00:00+00:00


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GALILEI (Galileo). 1564-1642. Seguramente muchos de mis lectores se habrían decepcionado si no encontrasen en este diccionario al ilustre pisano, uno de los pocos pensadores conocidos por su nombre y no por su apellido. Sería, efectivamente, injusto olvidarse de él, aunque su recuerdo siempre ha suscitado en mí sentimientos de tristeza. Me lo imagino humillado, admitiendo lo que no pensaba («Eppur si muove»: «Y sin embargo se mueve», dicen que murmuró cuando se vio obligado a declarar que la Tierra no se movía, como pensaban los aristotélicos y ptolemaicos y defendía la Iglesia católica). Ya sé que la historia le terminó dando la razón, haciéndole ganador de una desigual guerra que nunca debió tener lugar. Y también sé que un papa hace poco reconoció formal y pomposamente —¿oportunistamente?— la injusticia de que había sido objeto, pero la historia es el consuelo de los demás, no de los que la hacen, y yo prefiero la vida a la historia.

Como científico, Galileo realizó aportaciones que permitieron ver que el cosmos era muy diferente a la armonía de los cinco elementos (cuatro —aire, fuego, tierra y agua— imperfectos, y uno —el éter, la quintaesencia— perfecto), organizados en dos capas, la del mundo sublunar y la del supralunar, mundano y contingente aquél, inmutable y esféricamente perfecto éste, como lo imaginaban los aristotélico-ptolemaicos. Con un tosco telescopio que él mismo construyó, observó —en noviembre de 1609— la Luna, y en su superficie contempló la misma desigual geografía que existía en la Tierra. Vio manchas, que interpretó, correctamente, como producidas por las sombras de «las crestas de las montañas y los abismos de los valles» (Sidereus nuncius, 1610). El mundo supralunar no se distinguía, por tanto, del terrestre, una conclusión esta que sus posteriores observaciones de Júpiter, en enero de 1610, confirmaron: en las proximidades de este planeta detectó cuatro satélites —planetas medíceos, los bautizó, buscando favores de los Medici—, que ofrecían una versión en miniatura del universo copernicano. Los satélites orbitaban en torno a Júpiter, mientras que el sistema aristotélico-tolemaico sólo admitía revoluciones alrededor de una estática Tierra. Desaparecía de esta manera uno de los obstáculos que se erigían delante de la tesis que Nicolás Copérnico (1473-1543) había defendido en su libro inmortal: De Revolutionibus Orbium Coelestium (1543), en el que situaba al Sol, y no a la Tierra, en el centro del universo.

Aquellas observaciones —y otras, como la detección de manchas solares— dieron a Galileo una extraordinaria notoriedad en el pequeño mundo de los astrónomos y filósofos de la naturaleza de su época, notoriedad que se afianzó cuando publicó en 1632 el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano. Pero no debemos olvidar que como científico la fama de Galileo está también sólidamente asentada en las aportaciones que realizó a la ciencia de la mecánica, de los movimientos de los cuerpos, que condensó en textos tan notables como El movimiento, Sobre la mecánica, Discurso acerca de los cuerpos flotantes, y, sobre todo, el Discurso y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias (1638).



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